A Rada
Mi único imperio es el aire, que más que para vivir me hace falta para inspirar. Porque entre orilla y orilla el mar es solo uno, cierto que infestado de corrientes libertarias y tormentas colonizadoras, pero uno al fin. En el medio, frágil pero decidido, flota este volantín insular que los vientos del norte arrastran con fuerza y contra la voluntad de los pies mulatos que desde joven he anclado, con más entusiasmo que éxito, a este jardín de cuatro pisos. Primero fue la diáspora de colores, que al emigrar dejaron sobre Puerto Rico su mala sombra de exilio y transtierro; luego, la trasmutación del lamento borincano en nostalgia neoyorquina, en la que recuerdos del viejo San Juan y las fiestas en Santurce se confunden entre rascacielos de grises promesas al ritmo de hip hop. Me quedan, nos quedan, el cordón terco del vientre y la historia, el ardor en el pecho, el resquicio de una posibilidad minúscula; pero también, las heridas abiertas y las voces inflamadas. Por eso, al caer la tarde, cierro los ojos y viajo hasta el quinto piso, un país donde las almas se reúnen para olvidar y empezar de nuevo, un país donde los días palpitan libremente y para todos y cuya única bandera es un corazón generoso.
Texto inspirado en la lectura de El país de los cuatro pisos y otros ensayos, de José Luis González.
Foto: Eduardo Fuenmayor