El 30 de enero de este año, el Tribunal Supremo de la provincia canadiense de Ontario sentenció a cadena perpetua al rico empresario afgano Mohammad Shafia; a su segunda esposa y madre de sus siete hijos, Tooba Mohammad Yahya, y al mayor de sus hijos varones, Hamed, luego de que un jurado los encontrara culpables de homicidio en primer grado por el asesinato —“a sangre fría” y “fundado en un retorcido concepto del honor”— de sus hijas (y hermanas, en el caso de Hamed) Zainab, de 19 años, Sahar de 17, y Geeti, de 13, así como de Rona Amir Mohammad, de 52 años, primera esposa de Mohammad Shafia, con con quien no tuvo descendencia.
Este caso ha acaparado la atención y conmocionado a la opinión pública canadiense. Dejando de lado lo abominable del hecho en sí, la historia alrededor de la muerte de las hermanas Shafia y de su madrastra Rona está cargado, por una parte, de poderosas sub-historias de amor, de rebeldía, de destierro, de integración y choque de culturas, de valiente lucha contra la misoginia, contra la arbitrariedad, a favor de la independencia de la mujer; por otra parte, pone nuevamente el dedo en la llaga de la lasitud de la política de inmigración canadiense hacia culturas y prácticas que se perciben como incompatibles con los valores de esta sociedad. También arroja grandes dudas sobre la eficacia de ciertas instituciones gubernamentales que, informadas del aparente infierno que vivían las hermanas Shafia en su casa (dos veces denunció Sahar a sus padres ante la Agencia de Bienestar Infantil de Quebec y Geeti, la más rebelde de las tres, decía abiertamente a quien quisiera escucharla que su padre era un “monstruo”, que ella no tenía intención de seguir sus conservadoras tradiciones y que quería que la reubicaran en un hogar adoptivo), no tomaron acciones firmes para prevenir el trágico desenlace. Finalmente, y no menos importante, el caso Shafia sienta el primer precedente legal de una sentencia firme por “crímenes de honor”, lo que crea cierto piso para avanzar sobre el fangoso terreno entre las libertades religiosas o culturales y los valores y derechos humanos contemplados en la Constitución canadiense.
Este caso podría generar un impacto negativo sobre la imagen de comunidad musulmana en Canadá, la mayoría de la cual convive pacíficamente y en mutuo respeto con el resto de las culturas y religiones que se profesan en este país. Por ello, el 4 de febrero los 34 imanes que conforman el Consejo Supremo Islámico de Canadá firmaron una fatwa (un pronunciamiento moralmente vinculante) para evitar interpretaciones erróneas del Corán. Syed Soharwardy, imán residenciado en la ciudad de Calgary, declaró: “Si alguien piensa que matar por honor es permitido en el Islam, nosotros decimos no, estás totalmente equivocado”. Y con respecto al caso Shafia precisó: “Ese crimen no se cometió porque el Islam así lo dice. El crimen se cometió porque es la forma en que ellos entendieron lo que ellos pensaban que era correcto”.
El Clan Shafia
Mohammad Shafia, un multimillonario afgano de 58 años que hizo fortuna en Dubai con un negocio de importación y exportación, inmigró en 2007 a Canadá y se instaló en Montreal con su segunda esposa y sus siete hijos (5 hembras y dos varones). A su primera esposa, Rona, la envió primero unos meses a Francia a casa de unos parientes, y una vez que el gobierno canadiense le concedió la visa (el documento indicaba que eran primos, no esposos), se mudó en noviembre a Montreal con el resto del clan Shafia.
Zainab, Sahar y Geeti se adaptaron rápidamente a la vida cosmopolita, liberal y envolvente de Montreal. Zainab comenzó a tomar clases de francés por las noches y allí conoció a Ricardo Ruano, un joven hondureño que le pareció ideal para su hermana Sahar. Desde el primer encuentro, cuadrado por Zainab, Ricardo y Sahar quedaron prendados y continuaron viéndose en los recesos o al final del curso, siempre en complicidad de Zainab y guardando estricto secreto frente al resto de la familia Shafia.
Zainab se enamoró pronto de un joven pakistaní, con quien incluso se casó e intentó escapar. “¡Sucias! ¡Podridas! ¡Putas!”, repetiría el padre hasta el cansancio en privado y durante el juicio, “Han podido buscar a una persona decente, a un afgano”. El día de su (frustrada) fiesta de bodas, Latif Hyderi, tío segundo y padrino de Zainab, le preguntó por enésima vez por qué se casaba con un paquistaní. “Querido tío”, contestó ella, según el testimonio ofrecido por Hyderi en el juicio, “ha habido una gran crueldad contra mí. Había muchos otros muchachos que querían casarse conmigo. Yo los rechacé. Este muchacho no tiene dinero y no es guapo. La única razón por la que me caso con él es para vengarme por la crueldad de mi padre. Yo me sacrifico por mis hermanas, de forma que ellas puedan obtener su libertad después de mí”. Pero el mismo día de la boda, Zainab pidió el divorcio. La familia del novio no asistió al restaurante donde se realizaría la celebración (ellos tampoco aprobaban la unión), y ante la solicitud de Zainab y la cruda realidad de que la pareja no tenía ni dónde pasar la primera noche de bodas juntos, el novio consintió en divorciarse. “Si ella no me quiere, entonces yo tampoco la quiero a ella”, dijo. Según Hydery, todos se echaron a llorar y Yahya Shafia incluso se desmayó de vergüenza.
En el estrado, y durante las grabaciones que la policía captó con un micrófono sembrado en el carro de los Shafia, Mohammed no se cansaría de repetir: “Nada es más preciado que mi honor” y “¡Que el diablo cague sobre ellas!” Tiempo después, Fazil Jawid, hermano mayor de Yahya que reside en Suecia, declararía que Mohammad Shafia le pidió expresamente que viajara a Canadá para ayudarlo a matar a Zainab, a lo cual no accedió. Y sin embargo, los tres acusados siguen defendiendo su inocencia y la defensa ya ha anunciado que apelará la decisión del tribunal. “No soy una criminal: soy una madre”, dijo Tooba Mohammad Yahya al conocer el veredicto.
Cronología del crimen
La mañana del 30 de junio de 2009 la policía de Kingston, pequeña ciudad canadiense ubicada a medio camino entre Montreal y Toronto, recibió información de un carro que se encontraba al fondo de las esclusas del Canal Rideau. En el procedimiento de rutina para sacar el vehículo del agua, un equipo de buzos descubrió cuatro cadáveres flotando en el interior del Nissan Sentra color negro. Y lo que inicialmente se pensó sería un accidente, pronto comenzó a emitir señales de que podría tratarse en realidad de un asesinato múltiple.
Esa misma tarde Shafia, Yahya y Hamed se presentaron en la policía para reportar como “desaparecidas” a las cuatro integrantes de su familia. El 18 de julio, tres semanas después del macabro hallazgo, la policía solicitó al trío viajar a Kingston para informarles sobre los avances del caso, aunque el verdadero interés de las autoridades era instalar secretamente un micrófono en la camioneta Lexus gris del clan Shafia. Y así lo hicieron.
La policía dijo a los Shafia que habían encontrado en las cercanías una cámara de video cuyas imágenes estaban siendo revisadas por los detectives. Falso: no había cámaras ni imágenes; era solo una estratagema para presionar a los Shafia y hacerlos hablar en su viaje de regreso a Montreal (conversación que la policía estaría escuchando y grabando). Los Shafia picaron la carnada, a pesar de que Hamed, astutamente, advirtió que podrían estar siendo grabados, por lo cual permaneció la mayor parte del viaje en silncio. Su padre, por el contrario, no paraba de despotricar contra sus hijas, llamándolas “putas”, “sucias”, “traicioneras”. “Ellas cometieron traición desde el comienzo hasta el final”, resollaba, “traicionaron la bondad, traicionaron el Islam, traicionaron nuestra religión y credo, traicionaron nuestra tradición, traicionaron todo”. Treinta y seis horas después, Shafia, Yahya y Hamed quedaron bajo arresto.
Como otras míticas tragedias, este crimen se teje alrededor de un viaje. Para aliviar las tensiones en el hogar (las tres rebeldes hermanas se negaban a cubrir su cabeza con la hijab para complacer al padre; los amoríos de Zainab y Sahar habían quedado ya al descubierto, y esta última incluso había intentado suicidarse tomándose unas pastillas; Geeti había denunciado a sus padres frente a las autoridades de Quebec y hasta pidió que la reubicaran en un nuevo hogar) Mohammad Shafia decide que es hora de tomarse unas vacaciones y así embarca a su familia en unas vacaciones que acaban convirtiéndose en una travesía necrofílica hacia las cataratas del Niágara, adonde parten el 22 de junio de 2009. Para el paseo decide comprar un Nissan Sentra negro, por el que paga 5.000 dólares. El 23 de junio los diez familiares salen en caravana hacia Toronto: solo seis regresarán a Montreal.
Lo que sigue es un enredo de informaciones que se yuxtaponen en la medida en que el juicio va recreando lo sucedido: en el camino a Toronto (que queda a unas seis horas de carretera desde Montreal), la caravana de los Shafia se desvía incomprensiblemente hacia Grand-Remous, un lugar que posteriormente la policía encontraría en el historial de Google de la computadora de Hamed con la frase “dónde cometer un crimen”. La familia pasa la noche en un hotel de Ottawa, la capital de Canadá, y al día siguiente retoma camino hacia las cataratas del Niágara, donde se quedan cuatro días. El celular de Sahar, recuperado por la policía, muestra fotos de un típico viaje familiar: rostros sonrientes sobre una cama de hotel, una adolescente en bikini, la famosa CN Tower de Toronto, el Rogers Centre… Súbitamente, los celulares se convierten en piezas clave para ordenar los hechos y esclarecer el crimen. Gracias a ellos sabremos del intempestivo viaje ida por vuelta, el mismo día, de Hamed (o alguien que portaba su celular) hasta las esclusas del Canal Rideau —ubicado cuatro horas de Toronto, en la vía hacia Montreal—, adonde finalmente se encontrará el carro con los cuatro cadáveres. La Fiscalía asegura que fue un viaje exploratorio y preparatorio de los asesinatos.
La noche del crimen Zainab, que no tenía licencia de conducir, habría tomado las llaves del Nissan Sentra y salido junto a sus dos hermanas y su madrastra rumbo a una estación de gasolina para comprar algunas tarjetas de teléfonos, aparatos a los cuales las hermanas eran literalmente adictas (su padre llegó a quejarse en el juicio de tener que pagar facturas de hasta 300 y 400 dólares). A partir de allí, la narración de los hechos se centra en el momento en que Shafia, Yahya y Hamed empujan al canal el Nissan Sentra ocupado por los cadáveres de Zainab, Sahar, Geeti y Rona. La Fiscalía asegura que las víctimas ya estaban muertas cuando el vehículo cayó al agua. ¿Adónde sucedió esto? ¿Cómo pudieron tres personas, por fuertes que sean, ahogar tan fácilmente a cuatro mujeres sin llamar la atención, sin que ninguna gritara o corriera? (He leído repetidamente la exhaustiva cobertura que hizo del caso la revista McLean’s, pero no he encontrado respuesta a estas preguntas.) Antes de caer, el Nissan se atasca en el borde del canal y Hamed decide empujarlo con la camioneta Lexus. En la operación se rompe uno de los faros. Y serán esos fragmentos de plástico pertenecientes al faro roto los que en gran medida acabarán enviando a prisión al trío Shafia, una vez que la policía, luego de armar pacientemente los pedacitos encontrados en las escena del crimen, determine que las piezas halladas encajan a la perfección en el espacio correspondiente de la camioneta Lexus (esa misma noche, Hamed simuló un accidente en un estacionamiento y lo reportó al 911 para establecer una coartada).
La noche antes de ser arrestado, el patriarca del clan Shafia dijo a su esposa e hijo: “Estoy feliz y mi conciencia está tranquila. Ellas no hicieron bien y Dios las castigó”. Durante uno de los interrogatorios, el detective Steve Koopman le comentó a Hamed lo difícil que debe haber sido ver a sus otros hermanos llorando durante la ceremonia funeraria y clamando sin parar “¡Geeti, Geeti, Geeti¡”. Hamed, impasible, contestó: “Sí, sí… no es más que una niña”.
Luego de meses de juicio, 58 testimonios y 15 horas de deliberación por parte del jurado, Mohammad Shafia, su segunda esposa Tooba Mohammad Yahya y su hijo Hamed fueron condenados a cadena perpetua.
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