Como buen negociante, Osamita entendía que el mejor negocio era comprar a crédito, especialmente si el préstamo se hacía en una moneda tan sólida como el bolívar fuerte. Ataviado con sus mejores alpargatas, e imaginándose ya un flamante propietario, entró al Banco Azul.
A las diez de la mañana, no cabía un alma en la agencia. Las pocas sillas que había estaban ocupadas. El aire acondicionado no funcionaba. Cada cinco minutos un joven bigotón se asomaba por el mostrador y decía: “No hay línea”, pero a nadie parecía importarle. La gente seguía allí, como si lo hubieran estado desde el comienzo de los tiempos, como si jamás pensaran partir. Osamita surfeó a codazos entre el tumulto y encontró la máquina distribuidora de números. Al lado, un vigilante intentaba resolver sin éxito un crucigrama. Osamita, haciendo gala de su mejor español, pidió una cita para solicitar un crédito hipotecario. El vigilante, como si no lo hubiera oído, abrió una puerta y desapareció, la vista fija en el crucigrama. El menú de opciones era largo y complicado. Osamita apretó todos los botones; alguno tendría que servir. Del techo colgaba una polvorienta pantalla digital con el número G-833. Como una de su papeletas marcaba el G-835, pensó: “Esto será rápido”. No había más que hacer, así que se puso a ver la televisión. Uno tras otro, los videos mostraban rostros de hombres y mujeres de todas las edades, siempre sonrientes, que hablaban maravillas del Banco Azul, y una bellísima mujer cerraba con la frase “Trabajamos para ti”. Otro video explicaba que aquel era el banco más seguro, con más agencias, con la mejor tecnología y con más clientes en el país. Cada media hora, se repetían los videos en la misma secuencia.
Era ya mediodía y en la pantalla todavía titilaba el G-833. Hacía mucho calor, pero al cabo de un par de horas ya no se sentía la diferencia. La pantalla del televisor seguía proyectando la inconmensurable felicidad de unos clientes que vaya usted a saber a qué agencia fueron, porque esa en la que Osamita se encontraba con toda seguridad no era. Observó que la caja reservada para la tercera edad estaba completamente sola e intentó acercarse, pero un grupo de ancianos armados con bastones, andaderas y tanques de oxígeno le cortó el paso. “Aquí nos podrimos todos”, dijo uno. Osamita retrocedió, vencido. Tenía hambre, sed, sueño, rabia. Ya era un elemento más del decorado, como todos los demás.
“Trabajamos para ti”, dijo por enésima vez la bellísima mujer del video. “Ya te acostumbrarás”, dijo una voz gangosa. “Yo vengo todos los días. Soy adicto a los bancos. Le han dado sentido a mi vida. Mis hijos crecieron, se fueron del país y ya ni nietos tengo para cuidar. En casa me aburro. El pasado se me viene encima como una aplanadora, mis amigos se han muerto y los que todavía viven están peor que yo. ¿Qué me queda, entonces? El banco. El hecho de que nunca logres hacer aquello para lo que viniste te da motivos para regresar al día siguiente, y así cada mañana me levanto nuevo, motivado, sabiendo que tengo un lugar adonde ir y unos amigos que me esperan para que perdamos el tiempo juntos, como una gran familia”.
Cuando el reloj marcó las 3:30 de la tarde, las pantallas se apagaron, los mostradores se quedaron vacíos y la masa, resignada, abandonó el recinto en lenta procesión. Osamita fue el último en salir.
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